Prólogo


¿Es la Ecología el nuevo paradigma del Tercer Milenio? Y si fuera así, ¿nos llevará a una nueva revolución de la importancia y trascendencia política y cultural de la propia Revolución francesa? Responder a esta compleja pregunta es la intención de este breve ensayo. Personalmente estoy convencido de que estamos ante una «cuestión de conciencia», que la ecología social está calando en muchas personas que comprenden que vivimos en un mundo soportado por complejas relaciones ecológicas, y este realidad debe ser cuanto antes asimilada en la vida cotidiana y reflejada en sus comportamientos cívicos y también políticos, siienes las asimilen. Por tanto, las conclusiones van mucho más allá de lo que normalmente entenden que las posibles diferencias ideológicas o incluso religiosas sean a priori un impedimento para qumos como el «movimiento de defensa de la naturaleza».

Es más, una de las conclusiones a las que llevará este trabajo, y la anticipo ya en esta introducción, es que aquellas personas que por la razón que sea llegan a adquirir conciencia ecológica (esperemos que muchos la adquieran tras la lectura de este modesto trabajo) no se convierten necesariamente en «ecologistas», o, dicho de otra forma, no pasan necesariamente a una posición beligerante en defensa de la naturaleza, sino que, una vez adquirida la nueva conciencia, la aplican en la medida de lo posible a todo aquello que forma su vida personal y colectiva. Estas personas, que pueden tener ideas políticas y religiosas muy dispares, proyectarán las exigencias de su nueva conciencia a la hora de votar a sus candidatos políticos, en las reuniones de trabajo de sus empresas o en las asambleas escolares de padres de alumnos, sin que ello signifique que ya sean ni mucho menos «ecologistas». Mi interés prioritario es tratar de mostrar que la adquisición de una conciencia ecológica supone un total reordenamiento del entorno social y cultural de las personas, es decir, es algo mucho más profundo, de más calado y trascendencia en la historia de la civilización que la necesaria defensa de la naturaleza. Se trata de «comprender» el alcance y la trascendencia del nuevo «paradigma ecológico», cuyos fundamentos serán en mi opinión las claves de la cultura política y social del siglo XXI. Por tanto, este libro va especialmente dirigido a una sociedad heterogénea y todavía sin una clara conciencia ecológica, como es la actual, y en especial para aquellas personas dispuestas a profundizar en sus nuevas convicciones tras haber adquirido conciencia ecológica.




Hace ya más de cincuenta años que de una forma u otra existe lo que hemos coincidido en denominar como el «movimiento ecologista», que hasta ahora se percibe sobre todo como un movimiento asociativo en defensa de la naturaleza. El ecologismo como un posible sistema político estructurado y experimentado apenas se cita en los libros de historia escritos durante el siglo pasado, a pesar de que los partidos verdes de inspiración ecologista existen desde hace más de un cuarto de siglo, y en algunos países como Alemania su influencia en la política internacional ha sido decisiva en los recientes acontecimientos, como el trágico 11-S de Nueva York y la segunda guerra en Irak. Son muy pocos los intelectuales que ven a los ecologistas como una «alternativa política» seria y realista que pudiera convertirse en la próxima fuerza política de oposición a los conservadores. A pesar de esos más de 25 años de existencia, la alternativa política de los ecologistas sigue sin definirse con claridad y las asambleas de los partidos verdes suelen ser un ejemplo claro de esta confusión donde buena parte de los asistentes no saben muy bien qué es lo que tienen que defender.

Este ensayo es la fusión de dos trabajos previos titulados: «La revolución ecologista» e «Introducción a la teoría del Ecoestado», escritos y publicados con escasa difusión hacia 1987, en plena efervescencia de los primeros partidos verdes españoles y europeos, y trata —al igual que sus predecesores— de clarificar los fundamentos del pensamiento que puede derivarse de la aparición de una nueva conciencia ecológica, sobre todo en el mundo más desarrollado, tanto en su derivación como sistema político y social, como cultural y filosófico, o incluso religioso. Es decir, es un intento de «estructurar» esta nueva forma de pensar y ver de qué manera puede ser imbricada en la realidad social de nuestro tiempo. Más ampulosamente, también podría decir que trata de explicar en qué consiste el nuevo paradigma ecológico.

Las tesis de este ensayo se fundamentan en mi propia experiencia personal, basada en mi proximidad con el movimiento ecologista desde sus inicios como editor de uno de los primeros periódicos ecologistas y alternativos de aquella época, «El correo verde». También es el fruto de mi posterior recorrido, con estancias prolongadas, por las experiencias políticas de este movimiento en otros países como Alemania, Reino Unido, Francia y finalmente en los Estados Unidos, donde asistí a varias asambleas del incipiente partido verde del «Área de la Bahía» de San Francisco hacia 1991. Después me trasladé a Nueva York, donde estuve acreditado como corresponsal en las Naciones Unidas con la intención de cubrir la primera «Cumbre por la Tierra» de Río de Janeiro en 1992, y en cuya ciudad permanecí durante cuatro largos años, para regresar nuevamente a España, donde volví a tomar conciencia de los importantes cambios acaecidos en todos los órdenes durante estas últimas dos décadas, sin que el ecologismo político hubiera avanzado significativamente durante todo aquel tiempo.

A diferencia de otros pensamientos políticos radicales nacidos durante los movimientos revolucionarios del siglo XIX, que cuentan con suficiente bibliografía de autores ampliamente conocidos y contrastados, el «ecologismo» como pensamiento político original, nacido en parte durante los movimientos contestatarios de Mayo del 68, está escaso de referencias bibliográficas fiables. Se ha publicado mucho acerca de él, pero excesivamente tendencioso, partidista, panfletario y poco fundamentado, no tanto por parte de sociólogos (o tal vez sea más correcto decir «ecólogos»), que sí los hay, como R. Bahro, Ivan Illch, G. Spaargaren o J. Huber, que publicaron importantes ensayos durante la década de los 80, sino por politólogos, más preocupados por la influencia política de este nuevo movimiento social, entre los que cabe destacar al neomarxista A. Schneiberg. Al menos yo no he tenido oportunidad de utilizar mucho material de consulta que me resultara útil para la intención de este trabajo. Por tanto, es muy probable que las ideas de este ensayo sean polémicas y que muchos ecologistas no estén de acuerdo con ellas.

Por otro lado, en 1987 las circunstancias históricas, tanto del mundo en general como las nacionales en particular, eran radicalmente distintas a las actuales. Entonces no se hablaba de «choque de civilizaciones» ni de «globalización». Los que entonces tomamos conciencia de las agresiones al medio ambiente y sus consecuencias futuras en la propia sociedad, luchábamos contra el capitalismo extremo, que amenazaba con «nuclearizar» el mundo, destruir la naturaleza y acabar con los recursos no renovables. Ahora el panorama es muy distinto, y ese mismo capitalismo amenaza con incendiar el mundo entero precisamente por su imperiosa necesidad de recursos energéticos y de todo tipo a través de un nuevo colonialismo militar emprendido (o relanzado, porque nunca dejó de serlo) por los gobiernos conservadores de los Estados Unidos y sus nuevos aliados, entre los que incomprensiblemente se encontró mi propio país, España. Por esta misma razón, nuestro país se vio violentamente involucrado en la dinámica de una política exterior neo-imperialista que parecía definitivamente superada tras la pérdida de Cuba y Filipinas; como si apenas levantáramos la cabeza para situarnos otra vez entre los primeros Estados de Europa, reivindicáramos nuestro nefasto pasado colonial e imperial.

Por tanto, creo que este ensayo aparece en el mejor momento, aunque me apene calificar éste como un «buen momento», sin embargo, después de dos décadas de neoconservadurismo, tal vez un momento histórico en que la idea de una nueva «revolución» no se vea tan irreal y distante. Quienes atentaron contra las torres gemelas de Nueva York sabían que, a partir de ese trágico suceso, el mundo occidental entraría paulatinamente en una crisis generalizada en busca de un nuevo modelo político, económico y social radicalmente distinto y que hiciera imposible que este tipo de ataques se pudieran volver a repetir. Es decir, a partir de entonces millones de ciudadanos de todo el mundo nos reafirmamos en que «otro mundo es posible», porque con éste nunca terminarán conflictos como la «Intifada» entre judíos y árabes, extendida después a Irak en una nueva y gigantesca «Intifada», en la que se enfrentan el mundo árabe más desencantando y resentido y, por tanto, afirmado en la intolerancia política y en el renacido fundamentalismo religioso, y el mundo occidental más conservador, racista y reaccionario. Por tanto, este ensayo es también una modesta aportación a lo que será el discurso político de la nueva izquierda progresista de los próximos años en busca de argumentos que demuestren que, en efecto, «otro mundo es posible», y en mi opinión también nosotros, los que hemos adquirido una clara conciencia ecológica, tenemos mucho que decir sobre ese nuevo modelo que deberá sustituir al actual, donde los pueblos hoy enfrentados puedan encontrar un terreno de entendimiento fraternal y de cooperación económica en común con justicia y equidad.




Para empezar, tal vez sea conveniente aclarar algunas ideas sobre los orígenes y significado del propio «movimiento ecologista» en sí, y hacer un breve boceto sobre sus fundamentos históricos.

El tan manipulado e interpretado término de «ecología» fue «inventado» por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en 1869. Sin embargo Haeckel no era sino el continuador de tres pioneros de las ciencias naturales que todavía no llegaron a establecer la interrelación entre los seres vivos y la sociedad, pero que impulsaron el desarrollo de la Biología y la Geología. El primero de ellos fue Lamarck, autor de la primera teoría de la evolución que tuvo el rigor necesario para trascender. Este autor propuso que, puesto que el medio ambiente se halla en constante transformación, los organismos necesitan cambiar y realizar un esfuerzo por lograrlo, y que éste es uno de los mecanismos de la evolución de los seres vivos. Esta era una buena base para su predecesor, el eminente geólogo inglés Charles Lyell, quien concibió la corteza terrestre y sus diversas formaciones como resultantes de cambios que suceden gradualmente desde el origen hasta el momento actual. Pero sin duda quien sintetizó mejor los descubrimientos de estos dos científicos fue el más famoso de los evolucionistas, Charles Darwin, quien fundó la teoría de la evolución moderna con su concepto del desarrollo de todas las formas de vida con su proceso lento de la selección natural.

Sin entrar en controversias inútiles, muchos creemos que los fundamentos de la ecología moderna fueron sentados por Darwin. Al desarrollar su teoría de la evolución, Darwin enfatizó la adaptación de los organismos a su medio ambiente a través de la selección natural. Darwin demostró que los organismos están sujetos a un proceso de variación que conduce a la selección natural de los individuos mejor dotados para sobrevivir y reproducirse ante las nuevas condiciones. Sin embargo la toma de conciencia del ecologismo como un nuevo paradigma para entender los comportamientos sociales y sus consecuencias llegarían entre la década de los 70 y los 90 con los sucesivos informes del «Club de Roma», que analizaron las consecuencias de la previsible crisis energética y la posibilidad de un grave deterioro medioambiental global que pudiera conducirnos a un holocausto ecológico de consecuencias catastróficas para nuestra propia especie. Por tanto, es a partir de entonces cuando se hace evidente que la inserción en la sociedad en un medio físico concreto constituye una de las tareas básicas y ocupaciones principales de las nuevas Ciencias Sociales. Es decir, nace lo que entendemos como «ecología social».

En cuanto a la concepción y articulación del nuevo paradigma ecológico como una ideología política, también constituye una de las mayores dificultades de enunciado, incluso por parte de los que militan en alguna formación política de inspiración ecologista, porque no hay nada más confuso para el ciudadano medio, habituado a los grandes enunciados políticos históricos como el socialismo, el liberalismo o la democracia cristiana, que tratar de establecer la diferencia ideológica y objetiva entre los «ecologistas» y los «verdes». De hecho una de la primera dificultad consiste en considerar si la nueva conciencia ecológica no puede ser objetivamente sustanciada en una nueva ideología política. Es decir, de la misma forma que los partidos políticos democristianos aseguran fundamentar sus ideales en el cristianismo, los verdes los fundamentan en el «ecologismo».

Pero lo cierto es que los partidos verdes no siempre parecen estar en sintonía con los grupos ecologistas, hasta el extremo de que, en muchos casos, muestran una abierta animosidad entre sí. No es la intención de este ensayo profundizar en aspectos históricos constituyentes de los partidos verdes ni de las muchas asociaciones ecologistas de defensa de la naturaleza que proliferan en todo el mundo, para los que insisto ya hay abundante bibliografía que puede ser consultada en Internet, pero sí desearía tratar de justificarme a mí mismo, que no tengo inconveniente alguno en considerarme como una persona con una clara y arraigada conciencia ecológica, a pesar de que desconozco muchos aspectos puramente científicos de la ecológica propiamente dicha, y que ideológicamente hablando sigo considerándome «progresista», aun cuando en muchas ocasiones, ya sea por efecto de los hábitos, la casi instintiva defensa de mis valores culturales, por simple pereza o como consecuencia de la edad, me comporto como un auténtico conservador.




Hace apenas unos minutos he dado mi habitual paseo por los alrededores de mi ciudad natal. A veces permanezco un buen rato apostado en algún lugar de paso de los pocos animales salvajes que pueden verse en los pinares cercanos a mi localidad. Cuando aparecen, al verme inmóvil pendiente de ellos, creo que se preguntan a sí mismos si soy amigo o enemigo, y lamento no poder decirles que, simplemente, les respeto porque ellos tienen tanto derecho o más que yo mismo de estar allí. Pero ellos hace milenios que nos temen y evitan nuestro contacto, lo que me hace sentir bastante mal. A veces contemplo desde mi terraza a las golondrinas posarse sobre las cuerdas de tender e iniciar sus trinos interminables, y no me cabe la menor duda de que tienen tanto sentido para las otras golondrinas como puede tener este libro para mis semejantes.

Por varias importantes razones estos sencillos gestos tienen mucha más importancia para un mí que para cualquiera de mis paisanos, probablemente socialistas, liberales o conservadores que todavía no han desarrollado una clara «conciencia ecológica», y que tal vez hayan hecho lo mismo en alguna oportunidad: los animales salvajes tienen una función social que debe de ser entendida e integrada en la realidad social, además de formar parte de un paisaje pensado para el disfrute de los sentidos.

Estas reflexiones sólo son simples anécdotas con las que trato de ilustrar lo que significa haber desarrollado una clara conciencia ecológica, que no es más que poner atención en infinidad de detalles nuevos para integrarlos a la realidad y darle la importancia que realmente tienen. Como progresista y de izquierdas, asumo plenamente todas las reivindicaciones históricas de la izquierda, incluso la más radicales, y en muchos aspectos voy mucho más allá, pero no considero ningún oprobio ni ingenuidad considerar, además, que la defensa de la biodiversidad es también una reivindicación política fundamental para el beneficio de la sociedad; es decir, que se trata de alcanzar un estado de conciencia mucho más holístico y global de la realidad en la que nuestros problemas sociales sólo son una parte de los problemas globales y tenemos en consideración «todo lo que nos rodea», o lo que es lo mismo «el medio ambiente», y no exclusivamente el mundo propio de las personas. Para mí los ciervos o las golondrinas no son animales salvajes sin más, sino que son parte activa de nuestra nueva «conciencia ecológica» y, por tanto, debemos tratarlos como tal y hacerles un sitio en nuestras relaciones, no como dominantes, sino como iguales o semejantes. Puede que esta sencilla anécdota sea suficientemente clarificadora de lo que significa en la vida real ser y actuar como una persona con conciencia ecológica.

Por tanto, los partidos verdes se autodefinen como el «brazo político de los ecologistas», y se supone que defienden las mismas cosas que todas aquellas personas que han adquirido cierta conciencia ecológica, pero en lugar de hacerlo a través de iniciativas ciudadanas encuadradas en organizaciones no gubernamentales de defensa de la naturaleza, o desde otras formaciones políticas que han integrado en sus programas este tipo de reivindicaciones, lo hacen desde sus propias organizaciones políticas cuyos principios «ideológicos» son más ortodoxos con la defensa del medio ambiente y que se organizan más o menos jerarquizados, y compiten con los otros partidos para lograr el gobierno del Estado. Tal actitud supone transgredir en cierta manera el ámbito de la «ecología» para convertirla en «ideología ecológica»; una trasgresión que, en mi opinión, en demasiadas ocasiones desvirtúa buena parte del mensaje del pensamiento ecologista, y que no siempre es compatible con las propuestas de representación política de algunos partidos verdes. En otras palabras, no todos los partidos verdes representan necesariamente las inquietudes de las personas que hemos adquirido conciencia ecológica.

Por último, y precisamente como consecuencia de la confusión que rodea al propio movimiento ecologista, es frecuente leer entre los medios radicales intelectuales furibundas críticas a los planteamientos políticos de los partidos ecologistas, especialmente cuando no se limitan a aspectos meramente ambientales y hacen incursiones en la economía, con propuestas tan aparentemente absurdas como «crecimiento cero», cuando la lógica de cualquier economista clásico dice que sin un crecimiento medio superior al uno por ciento anual la economía entraría en recesión e incluso colapsaría, y con ella, no sólo terminaríamos con las supuestas ventajas prácticas del modelo liberal-capitalista, sino que los países subdesarrollados no tendrían ninguna oportunidad, en un momento dado, de adoptar este mismo modelo y alcanzar su propio desarrollo. La persona menos ilustrada en economía sabe que tal y como están las cosas, cualquier crecimiento inferior a un punto significa recesión y por debajo de cero depresión, lo que significa para la economía actual una catastrófica caída de la producción, desempleo y desestabilización social.

La primera crítica hacia esas personas, cuyos argumentos son parte del contenido de este ensayo, es que todavía hoy cuando se habla de economía no hay que hablar «sólo» de economía, sino que deben de considerarse prácticamente todos los aspectos concurrentes, entre los que destaca el propio respeto al «medio ambiente». No hay ningún economista serio en estos días que no considere el posible impacto ambiental de cualquier modelo económico que proponga, así como la función social de la empresa, etc. Puede que no sea realista proponer la opción de un «crecimiento cero» pero sí la de un «desarrollo sostenible». Se puede crecer sin destruir irreversiblemente recursos no renovables; se puede, como veremos en el capítulo sobre nuestro modelo económico, cambiar el sentido de ésta de la simple «acumulación», base «psicológica» de la economía del consumo, con lo que lleva de insolidario y despilfarrador, al de «redistribución», base de una economía sostenible, una forma de crecimiento más repartido y eficaz y por tanto menos derrochador.

Los ataques contra nuestra forma de pensar son, a veces, extremadamente agresivos y profundamente injustos, como los ultra liberales contra los ecologistas, y que suele repetirse con frecuencia con críticas como ésta: «El esquema “teórico” de estos charlatanes ha sido siempre el mismo: para lograr el paraíso aquí en la Tierra (o para evitar catástrofes inminentes) es necesario limitar y controlar la libertad individual ateniéndose a un “código ético” que la razón no puede cuestionar». No me cabe la menor duda que han bebido de las fuentes de pensadores y economistas ultra liberales como Milton Friedman. Lo cierto es que, a diferencia de lo que sostenía Aristóteles, que «es una paradoja que los humanos nos demos leyes para ser libres», probablemente prefiere un supuesto orden ultra liberal donde las personas nos manejásemos sin «códigos éticos», o con los precisos para evitar el asesinato impune y poco más. Desde luego no debe ser muy amante de la naturaleza y le preocupa muy poco su salud y la de sus semejantes. Tampoco parece importarle mucho la posibilidad de que en ausencia de «códigos éticos» pronto tendremos que hacer uso de otros «penales» si queremos salvar lo que todavía quede del medio ambiente.

Otro testimonio crítico, que como los demás no nos otorga la capacidad de comprender nada de lo que nos rodea, dice sin más argumentos que «el movimiento (ecologista) se centra en la naturaleza, a la que los más excelsos poetas han dedicado parte de sus obras, y que despierta en nosotros una especie de amor filial... El movimiento ecologista, además, cuenta con el pretendido respaldo de la ciencia, lo que le confiere un elemento más de refrendo ante la opinión del mundo. No obstante, esta imagen se ha empezado a resquebrajar y hace aguas cada vez por más sitios... Sirva como ejemplo de lo primero el testimonio del premio Nobel de física Paul Crutzen, que obtuvo el galardón por sus estudios sobre el agujero de ozono al cancelar su pertenencia a Greenpeace: “Han estafado a la causa y estoy enfadado por ello, ya que ello caerá sobre nosotros”». Para empezar, y como es obvio, deseo que no padezca jamás nada parecido a un cáncer de piel, porque está sobradamente probada la relación entre la desaparición de la capa de ozono y esta grave enfermedad. En cuanto a los poetas que cantan la naturaleza, muchos de los más aclamados jamás se hubieran considerado ecologistas, y hay muchos conservadores a los que les encanta pasear por el sendero de un bosque o contemplar una bonita puesta de sol. Y, para concluir, tal vez le confunda saber que yo mismo, que me he molestado en escribir un ensayo sobre ecología social, no estoy muy al corriente de la situación de la capa de ozono o el cambio climático, y sé sobre estos controvertidos temas lo mismo que cualquier ciudadano medianamente informado y concienciado con un fenómeno que, a pesar del Nobel Paul Crutzen, algo tendrá de alarmante cuando es un tema clave en la mayoría de los encuentros internacionales sobre la protección del medio ambiente.

No menos penosas son las interpretaciones antropoformistas de algunos intelectuales supuestamente bien informados y sensibilizados por el atropello a los derechos humanos, es decir, aquellas que siguen situando al hombre por encima de todo cuanto le circunda y con plenos derechos para explotarlo como mejor le convenga, y que está perfectamente explicado en este párrafo de un artículo sobre defensa de los derechos humanos en el boletín de Internet de la Liga Española Pro-Derechos Humanos: «Permítaseme una metáfora que explique la intención de este artículo: frente a un hombre desvalido en un paisaje degradado por la acción de un sistema económico sin escrúpulos, el objetivo fotográfico del ecologismo dejaría en penumbras –convertido en simples manchas– a su morador humano, para centrarse en los aspectos deteriorados de su naturaleza circundante. El objetivo dirige su atención hacia los problemas reales existentes, pero desenfoca, a nuestro juicio, aquello que constituye lo más importante del conjunto: el hombre». Ante semejante injusta afirmación sólo le justifica la honestidad de aclarar que se trata de «su juicio», que obviamente no es compartido por el de personas con un mínimo de sentido común, por muy ecologistas que sean.

Está generalmente aceptada la relación entre destrucción del medio ambiente y de los propios recursos que deben servir a la subsistencia de las personas, de su libertad y de su condición como tales personas. Es decir, cualquiera que tenga conciencia ecológica pero que siga sintiendo como propias las reivindicaciones sociales más progresistas, o lo que se entiende comúnmente como «los ecologistas», no pueden «desenfocar» a las personas (no me gusta utilizar el término «hombres») ni tampoco pueden desligarlas de su entorno.

Por último están los que entienden el ecologismo como una nueva doctrina de reafirmación de los valores del cristianismo con un toque pastoril y naïf, como estas afirmaciones también extraídas de Internet y firmadas por un sacerdote (aún cuando no representen la opinión de la Doctrina Social de la Iglesia sobre la llamada «Cuestión ecológica»: «El buen ecologista es partidario de la vida. Nunca del terrorismo, ni del aborto. Respeta la vida de las semillas vegetales y humanas. Un buen ecologista vestirá correctamente y no adoptará gestos provocativos, por respeto a la intimidad de los demás (y a sí mismo). Igualmente, procurará dominar sus instintos sexuales. Un buen ecologista no será violento, sino amable con los demás. No murmurará. Un buen ecologista respetará a sus padres y a las autoridades...». En fin, huelgan los comentarios.

Buena parte de la culpa por esta mala imagen la tenemos los propios ecologistas, que no hemos sido capaces de trasmitir nuestras inquietudes sin cierto maniqueísmo en la valoración que hacemos de las personas y de su entorno, dando aparentemente más prioridad al segundo. Personalmente creo que la conciencia ecológica no sólo no presupone una mayor valoración del medio natural sobre las personas, sino que no hay ninguna razón para renunciar a las inquietudes históricas de justicia social en un nuevo marco de relaciones mucho más holístico, que es tanto como decir más democrático y descentralizado. Lo cierto es que desde los años 50 un grupo cada vez más numeroso de personas y organizaciones, a las que hemos denominado como «ecologistas», están tratando de denunciar, entre otras cosas, que no sólo vivimos gracias a una peligrosa destrucción irreversible de los recursos naturales, con los consiguientes riesgos catastróficos para las generaciones futuras y que pone en peligro nuestro entorno natural, sino que también nuestra agotada civilización tecnológico-industrial afecta a nuestras libertades sociales y a nuestra salud física y mental.

Por tanto, tengo el convencimiento, y espero que este modesto ensayo colabore aun cuando sea mínimamente en esta dirección, que un nuevo «Renacimiento» está ya en el ambiente de este apasionante pero también inquietante Tercer Milenio, en el que asistiremos a la radical transformación de la sociedad tecno-industrial de Occidente, y que, de la misma forma que el primero enterró el oscurantismo dogmático del sistema feudal anterior abriendo las conciencias al nuevo mundo de más Razón discursiva y democrática, este enterrará el dogmatismo no menos oscurantista de esta «arcaica» era, la que Marcuse calificaba como del «totalitarismo democrático», para abrirnos a un nuevo paradigma fundamentado sobre una irrenunciable nueva conciencia social y ecológica.




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